PRIMERA ASCENCIÓN A LA CARA ESTE DEL GRAND CAPUCIN
Nos encontramos en los Alpes, muy cerca del Montblanc. Walter Bonatti camina concentrado en el sonido que hace la nieve al hundirse bajo sus botas. De repente, un desprendimiento a lo lejos le hace levantar la mirada, sus ojos se quedan clavados en un magnífico obelisco de granito rojo. Es imponente. No puede apartar la mirada de aquella formidable pared.
Como él mismo dirá más tarde: “su verticalidad era absolutamente desconcertante, la sola idea de imaginarse colgado allá arriba ya daba vértigo”.
La pregunta inevitable surge entonces en su interior “¿habrá sido capaz alguien de subir allí arriba?”
Con la cara elevada hacía el cielo, soportando el viento gélido, sus ojos siguen clavados en la pared.
En ese momento ni se imagina lo que va a significar en su vida. Ni si quiera sabe cómo se llama. Pero muy pronto lo va a descubrir…
Meses después un amigo le habla de un gran problema alpino que permanece sin solución. La descripción cuadra perfectamente con el enorme pilar rojo que le llamó tanto la atención aquella mañana. «Es la cara este del Grand Capucin» le dice su amigo.
¡Ahora sí! Su sueño ya tiene nombre. El joven Bonatti está deseando medirse con una gran pared que aún no haya sido subida por nadie para enfrentarse a sus propias capacidades.
Al amanecer del 24 de Julio de 1950 abraza la fría roca. No está solo, un amigo de Monza, Camillo Barzaghi, le acompaña. Empiezan a subir por la fisura central. Llevan unos pocos metros cuando la enormidad de la pared se les muestra en sus verdaderas dimensiones. En ese momento se dan cuenta de que es mucho más inaccesible de lo que parecía desde abajo.
Sólo llevan una decena de metros cuando un temporal de nieve que dura día y medio les obliga a rapelar buscando una salida. Parece que el sueño se desvanece ante sus ojos. Pero Walter Bonatti no era un hombre de esos que se rinden fácilmente.
Veinte días más tarde llega de nuevo a la pared. Esta vez el amigo que le acompaña es Luciano Ghigo.
Empiezan a subir el Grand Capucin. Escalan y escalan. Siguen subiendo. Luchan contra los techos que sucesivamente se van encontrando, esta vez parece que no se avecina tormenta, pero ese no es su único enemigo allí arriba. El sol abrasador seca cada gota de agua que hay en sus cuerpos. Solo han traído tres cantimploras y ya han gastado dos. Llevan dos días en la pared y la sed les empieza a preocupar.
Hay pocos sitios donde fijar clavijas, el avance es lento. La segunda noche duermen sentados en una pequeña cornisa con las piernas colgando en el vacío, en la inmensa oscuridad, en la soledad de los Alpes.
«¿Habrá más gente allí fuera con las piernas colgando en el vacío, o seremos nosotros los únicos locos?» Se deben preguntar. ¿Locos? Quizá sí, pero en ese momento se sienten más llenos de vida que nunca.
Tercer día, la cuerda que llevan atada a la cintura les molesta tanto que tienen la sensación de que les va a partir en dos. Pero eso no es lo peor, la tercera cantimplora se agota y el nevero que puede regalarles algo para beber todavía está muy lejos, la sed empieza a volverse insoportable. Bonatti dirá: “la lengua está tan hinchada que casi no cabe en la boca. La escalada parece una penosa fuga hacia arriba para escapar de la peligrosa deshidratación”.
Prácticamente no hablan. Bonatti, que va primero de cordada, encuentra una fisura que parte a lo largo el diedro por el que van. Es imposible subir por allí. Empieza a observar la pared, a estudiarla, intenta encontrar una pista que le revele el camino. Más abajo ve algo, a la derecha, una grieta horizontal que bordea la pared hasta perderse de vista. Parece ser la clave.
Es más un presentimiento que una clara certeza, pero tiene que arriesgarse a seguir su intuición y así lo hace. Sin saberlo acaba de encontrar el talón de Aquiles de ese complejo tramo.
Tan absorto está en la escalada que ni si quiera se da cuenta, pero su suerte va a cambiar en unos segundos, y no precisamente a mejor. Una violenta tempestad cae encima de ellos y la nieve lo tiñe todo de blanco en cuestión de minutos. Al menos pueden calmar su sed.
A la nieve se suma otro problema. Ahora un muro completamente liso de unos 40 metros les cierra el paso. La tormenta es cada vez más intensa. Intentarían bajar si pudieran, pero ahora eso ya ni si quiera es una opción; las cuerdas de cáñamo están tan rígidas y mojadas que les es imposible rapelar por ellas. No les queda más que pasar otra la noche en la pared ¡la suerte está echada!.
Recuerda que estamos en 1950, el equipamiento que llevan no es precisamente técnico. No tienen los fantásticos plumas que nos protegen ahora del frio, ni siquiera tienen lana de buena calidad, y de impermeables claro está, ni hablamos. En esas condiciones pasan la noche como pueden. No para de nevar y están empapados hasta los huesos, pero al fin amanece en el Grand Capucin.
Ya es el cuarto día de travesía en el Grand Capucin. Se desperezan y lo vuelven a intentar, poco a poco, con mucha dificultad, van ganando metros en la lisa pared, más por obstinación que por otra cosa. La tormenta les da una tregua. Por fin llegan a la gran cornisa desde la que sería posible escapar y de nuevo se desata la tormenta. Ni si quiera se plantean seguir.
Empiezan el descenso. Es una huida desenfrenada para salvar sus vidas. Las cuerdas siguen rígidas y empapadas, lo que les dificulta mucho las cosas. Tienen que darse prisa, saben que no podrán sobrevivir a otra noche allí, pues el Grand Capucin es despiadado.
Llevan varios rapeles complicados cuando de repente algo sucede; inesperadamente el peso de la gran mochila que lleva a su espalda voltea a Bonatti. Queda boca abajo, con la cuerda presionando fuertemente su antebrazo y su cintura. Está tan separado de la pared que no puede empujarse contra ella para hacer una maniobra que le permita darse la vuelta. Está boca a bajo en medio del abismo, sin posibilidad de recuperar su posición. Su compañero tampoco puede ayudarle.
«¿Qué puedo hacer?» se pregunta. Aprieta la cuerda contra su cuerpo todo lo que puede para no caerse. Empieza a bajar así, boca abajo. No le queda otra. Deja de hacer fuerza unos segundos y cuando empieza a resbalar por la cuerda vuelve a poner su cuerpo tenso para frenarse. Así, centímetro a centímetro va bajando por la rígida cuerda, con la esperanza de encontrar un saliente en la pared antes de que la cuerda se acabe. Baja ni más ni menos que 20 metros en esa postura.
Si no encuentra un saliente rápido y llega al final de la cuerda no habrá nada que hacer, y quedará allí colgando, en el abismo, como un péndulo perpetuo.
Pero por fin, un saliente, ¡su salvación! a duras penas consigue darse la vuelta. Cuando mira hacia abajo un escalofrío de terror recorre todo su cuerpo; solo quedan dos metros de cuerda. Se ha salvado de milagro.
Después de 80 horas de aventura por fin están abajo. Otra vez su sueño se ha visto truncado. Pero no se van a dar por vencidos, el Grand Capucin será suyo algún día.
Esta vez pasa un año hasta que vuelven a estar a los pies de la pared, de nuevo Walter con su amigo Ghigo. Es el 20 de julio de 1951.
Empiezan la ascensión. Ahora todo les resulta conocido, suben rápido. Pero algo aterrador está a punto de pasar. En mitad de la escalada, cuando Walter Bonatti está colgado de una de las clavijas, sucede aquello que tanto temen los escaladores. La clavija de la que cuelga se sale de la pared.
Bonatti cae al vacío. Instintivamente extiende sus bazos en el aire y un metro más abajo consigue coger al vuelo un pequeño saliente de cuarzo del que se aferra ahora con las dos manos y todas las fuerzas que es capaz de reunir.
Cuelga en el vacío sin ningún seguro. Sostenido solo por sus dedos helados. Tiene que actuar rápido. Se suelta de una mano y queda suspendido de la otra.
Con una sola mano temblorosa, pero con determinación, saca una de las clavijas que lleva consigo y la coloca en una grieta de la pared. La velocidad y la precisión en esta maniobra son claves. La mano que aferra la roca está perdiendo la fuerza de agarre. Puede caer en cualquier momento.
Una vez colocada la clavija en la fisura, saca el martillo y comienza a golpearla. Poco a poco va entrando. El sonido metálico del golpe del martillo contra la cabeza de la clavija va cambiando de tono, haciéndose más agudo, hasta que el sonido le advierte que el pitón está bien encajado en la fisura. Saca un mosquetón y lo pasa por el ojo de la clavija, le da la vuelta y mete dentro la cuerda que lleva atada a la cintura. Ahora está unido de nuevo a la pared. Respira aliviado.
«La montaña más alta y más difícil es siempre la que llevamos dentro.
Porque somos nosotros los que creamos nuestras montañas y el deseo de superarlas»
Walter Bonatti
Llega la tarde. El tiempo, de nuevo, les va a jugar una mala pasada. La oscuridad se les viene encima y tienen que pasar la noche colgados sobre el vacío. Empieza a nevar. El viento produce un siniestro silbido constante sobre la arista que está por encima de ellos, una de las características del Grand Capucin, ese sonido no les va a abandonar en toda la noche. Parece el aterrador aullido de un fantasma. Un fantasma que les grita, recordándoles que no deberían estar ahí. Que ese no es lugar para los mortales.
Cuando amanece, con las piernas y las cinturas entumecidas por las cuerdas que les aprietan, comprueban horrorizados que en la arista que está por encima de ellos, por la que ha estado pasando el viento silbante durante toda la noche, se han formado carámbanos de hielos, que como largas lanzas apuntan a sus cabezas, y debido al calor del sol que empieza a derretir el hielo de las altas cumbres, van a empezar a caer uno tras otro en cuestión de segundos ¡es una trampa mortal, tienen que salir de allí cuanto antes!.
Se ponen rápido en marcha y consiguen escapar por muy poco, al salir de ahí oyen como los carámbanos empiezan a caer donde ellos estaban. Mientras luchan contra un frio atroz, van superando uno a uno todos los obstáculos que les quedan en la pared, hasta que llegan al ultimo techo, ese que parece una capucha triangular y da nombre a la montaña.
La rodean hacia la derecha y después de un salto de rocas verticales llegan a la cima. Son las 14:30 del cuarto día.
Escuchan una avalancha a lo lejos y empieza a nevar. Se podrían decir tantas cosas… pero están tan agotados que se limitan a un apretón de manos en silencio y sin perder tiempo inician el descenso.
Cuando llegan abajo el circulo se cierra, materializando así un sueño que empezó a forjarse el día que sus ojos se posaron en aquel formidable pilar rojo.
Esa pared; la Este del Grand Capucin, jamás volverá a ser la misma. Aunque físicamente lo sea, el reto mental al que se enfrenta el alpinista no es el mismo. El que suba por allí después de ellos; ya sabe que se puede hacer. Esa era la mayor incertidumbre a la que se enfrentaban Bonatti y Ghigo.
El alma salvaje de la montaña ha sido domada y los fantasmas que aullaban con el viento entre sus aristas y cornisas, ya han visto pasar por allí a dos meros mortales; ajenos a ese mundo de fría roca y soledad, y que sin embargo, con la loca idea de alcanzar un sueño, persistieron una y otra vez hasta finalmente alcanzarlo.
Para Walter Bonatti esto no será más que el comienzo de mil y una aventuras por los sitios más recónditos del planeta. Pero con esta proeza empezaba a convertirse ya, en una leyenda viva del alpinismo. Completará el ascenso a otras muchas grandes paredes, y subirá a muy altas cimas. Pero eso te lo contaremos más adelante, aquí en historias de aventura.
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